viernes, 27 de enero de 2017

Los finales nunca existen

Los domingos saben a lunes desde que te has ido.


La ola de frío ya no me afecta

porque, desde que no estás, vivo encadenado a un mar de hielo,

y la costumbre de no verte ha congelado mi cuerpo.


Los bordes de la pizza, en el plato, y los cubiertos del revés,

por si acaso alguna vez dejamos que los espejos lleven la razón.


Las pulseras mejor como colgantes,

que el trébol de cuatro hojas prefiere escuchar tus latidos

a ser partícipe de alguna despedida.


Los regalos, sin envolver, solo con un lazo,

pero que nunca sean lo que parecen.


Las siestas eternas, en el sofá,

siempre que el peso de tu cuerpo sirva de abrigo.


Los besos, en un portal a oscuras,

que ya nos encargamos nosotros de iluminarlo.


Los abrazos, por la espalda, sin esperarlos,

que no hay mayor sorpresa que reconocer a alguien por el calor sus manos.


La poesía, en dosis pequeñas,

que contigo, tus padres lo hicieron jodidamente bien,

pero el amor, en cantidades industriales,

que, si no lo gastas tú, lo gasto yo en tus labios.


Las películas que sean de miedo,

que el valor que me falta para dejar de tapar mis ojos

lo compenso luego en tu colchón.


Las cosquillas, en los brazos,

que así es más fácil bajar hasta tu mano y agarrarte

para no soltarte nunca.


Las mentiras, solo si después me sonríes

y confiesas que mentir es un pecado y en el amor está prohibido.


Los secretos, confesados, que todavía

nos sobra coraje para hacer de nuestros cuerpos baúles infranqueables.


Y las sonrisas, bien grandes,

que tenemos treinta mil motivos para hacerlo,

y el primero de ellos es el recuerdo de tus dedos con los míos

intentando construir un universo paralelo donde los finales nunca existen. 

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