Dos mil dieciséis,
te pido disculpas.
No he sabido entender tu calendario,
y dejarme llevar no ha sido lo que esperaba.
Empezaste fuerte,
como lo hacen todos los años,
pero me ocultaste que lo mejor de ti
iba a llegar casi al final.
Dímelo, querido año ¿por qué esperar al desenlace
si pudiste habérmelo dado en un principio?
Quizá, de haberlo sabido,
hubiese detenido las agujas del reloj
en aquel cinco de octubre
donde destrocé la venda de mis ojos
para colocarme un pósit con su nombre
y una larga lista de sueños por cumplir
(siempre
con ella).
¿Cómo me explicas
que alguien que llega sin hacer ruido
acabe formando dentro de mí
la orquesta más armónica del universo?
Aún sigo sin comprender
por qué tardaste tanto tiempo
en darme una razón de carne y hueso
para empezar a creer en suerte.
Y arguméntame tu
necesidad incontrolable
de dejarme huérfano de risas a las primeras de cambio.
Porque he bailado en sus caderas
sin tener ni la más remota idea
de cómo bailarle de puntillas
en escenarios peligrosos.
Porque he reído en sus pupilas
y ahora soy consciente del significado de alegría.
Porque he soñado en su pecho
con mil historias de amor y sus finales felices.
Pero no he vivido en su conciencia
ni la infinita parte de lo que me hubiera gustado.
¿Cómo me convenzo
de que tengo que ser f(s)uerte
si he dejado que se lleve
las ascuas que calman este frío?
Explícame por qué estoy jodido,
porque estoy jodido.
Sería conveniente confesar
que aunque me haga el valiente
y parezca que el olvido ya ha hecho mella
sigo despertándome con su silueta en mi memoria.
Y no acabes sin antes recordarme,
que a pesar de la ausencia,
me ha llenado de vida
con su azul y su trébol de la suerte.